El pueblo, pese a la lluvia, se adentró en masa en la senda de la Romería guiados por sus mayordomos María del Carmen Vázquez y Daniel Delgado
“¡Ay pueblo de mis amores, que ganas tengo de verte y sentarme en tu paseo, bebiéndome el aguardiente con el agua de El Perneo!”. Con este estribillo de sevillanas que define muy bien el arraigo, la esencia, la devoción de los campilleros por la Santa Cruz y por su tierra, en especial, la de aquellos que pacen lejos, emprendieron su marcha hacia Rocalero varios millares de personas, a pie, en carreta o en caballo. Era la Romería de El Campillo, la fiesta del reencuentro, del retorno a casa de cuantos se vieron obligados a marcharse, la celebración que nunca nadie quiere perderse. Y ni siquiera la lluvia impidió que los fieles se adentraran en la senda como siempre, haga calor o haga frío, truene o diluvie, para dejar la ya típica estampa de un casco urbano desierto, de un municipio dejado solo por sus habitantes, envueltos, junto a su Hermandad, por la pasión romera.
La amenaza del agua era más que explícita, su irrupción estaba anunciada desde muchos días atrás, pero las carretas estaban todas engalanadas. Eso sí, provistas también, junto a las flores de papel, de plásticos para frenar, al menos en parte, la embestida de la tormenta. No obstante, daba igual, el fervor no se iba a ver deslucido, como ya quedó claro el viernes con el cambio de varas y la posterior ofrenda multitudinaria en la Ermita. Pese a los tonos grises que colmaban el cielo, los campilleros se vistieron con sus mejores galas flamencas para dar la bienvenida a los nuevos mayordomos, María del Carmen Vázquez Caballero y Daniel Delgado Orta, y rendir tributo, a continuación, a la Santa Cruz. El ambiente no podía ser más embriagador y emotivo. Las oscuras nubes que se cernían sobre la calle Granada eran poco menos que ignoradas por los devotos salvocheanos.
Ya estaba todo listo para las peregrinaciones a Rocalero, donde el sábado, tras varias horas de camino, esperaba el romero para que la empapada comitiva, a su vuelta al núcleo urbano, agasajara a la Santa Cruz bajo gritos de ¡Viva la Cruz!, ¡Vivan los mayordomos! y ¡Viva El Campillo! Y el domingo, al alba, de nuevo medalla en el pecho, el símbolo de los enraizados sentimientos que emanan de lo más hondo de los campilleros cada primer fin de semana de mayo, otro éxodo masivo por la senda que parte desde Cuatro Vientos. Esta vez, junto al Simpecado. Ni el cansancio, ni las gargantas rotas por las sevillanas y la ingente cantidad de agua caída en el día anterior, ni el pesado arenal, hicieron mella en la voluntad de todo un pueblo por seguir adelante. Y si lo hacía, bastaba con un trago a una copa de vino para coger el aliento suficiente para continuar.
Eran momentos de solidaridad, de convivencia, de palmas al compás, de cantes, de emociones, de nostalgia, de recuerdo, de evasión, de buenos ratos junto a familiares y amigos, sobre todo, con los que un día tuvieron que irse a lugares remotos, a Cataluña, al País Vasco, a la Comunidad Valenciana o, incluso, a Francia. Todos comían y bebían en sus encharcadas casetas como si nada, como si del día más soleado se tratara. La compañía hacía olvidar las inclemencias del tiempo, las condenaban a un segundo plano, casi, al olvido. Bajo este contexto tampoco faltó el habitual recorrido de los mayordomos por cada rincón de Rocalero, acompañados por los sones de los tamborileros y por la directiva de la Hermandad que preside Enrique Diéguez. Así, hasta que los cohetes marcaron el inicio del regreso, de la salida definitiva hacia El Campillo, hacia la Ermita, donde la Cruz descansa ya bajo el anhelo de un nuevo mayo.
P.P.O
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